This entry was posted on domingo, mayo 17th, 2009 at 1:01 am and is filed under Fotografía. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0 feed.
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Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle, serpenteando por entre los cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el pao de una mesa de billar, sube, dando vueltas a los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada.
Sucede con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que se miran, y la mayor parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me parecí, en efecto, que respondía ni con mucho a su perspectiva, de modo que no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé a costearlo y me dirigí a una reducida llanura que se descubre a su espalda, dominada solo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, esta lo que por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio.
Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los camposantos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros o ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricos y enarenada, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte me trae a la memoria a esos niños de los barrios bajos a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, de manera que entre el cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible. Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte siempre hay algo de esa repugnante actividad de tráfico. La tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí, nichos vacíos a los que no falta más que el letrero: Esta casa se alquila; allí, huesos que se retrasan en el pago de la habitación y son arrojados qué sé yo a dónde, para dejar lugar a otros, y lápidas con filetes de relumbrones y décimas y coronas de trapos, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma. Nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra, siquiera sin tener encima el peso de una losa, deben dormir mejor y más sosegados.
Gustavo Adolfo Bécquer
Carta III – Desde mi celda –
Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle, serpenteando por entre los cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el pao de una mesa de billar, sube, dando vueltas a los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada.
Sucede con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que se miran, y la mayor parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me parecí, en efecto, que respondía ni con mucho a su perspectiva, de modo que no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé a costearlo y me dirigí a una reducida llanura que se descubre a su espalda, dominada solo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, esta lo que por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio.
Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los camposantos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros o ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricos y enarenada, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte me trae a la memoria a esos niños de los barrios bajos a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, de manera que entre el cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible. Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte siempre hay algo de esa repugnante actividad de tráfico. La tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí, nichos vacíos a los que no falta más que el letrero: Esta casa se alquila; allí, huesos que se retrasan en el pago de la habitación y son arrojados qué sé yo a dónde, para dejar lugar a otros, y lápidas con filetes de relumbrones y décimas y coronas de trapos, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma. Nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra, siquiera sin tener encima el peso de una losa, deben dormir mejor y más sosegados.
Gustavo Adolfo Bécquer
Carta III – Desde mi celda –